Un niño delgado y tímido caminaba todos los días desde la villa a la punta de la Silla, para sentarse frente al faro a ver una y otra vez su luz titilante. El tiempo que pasaba entre un destello y otro le parecía una eternidad, a la vez que su monótono e implacable parpadeo, le suponía un misterio tan grande, que sólo encontraba en la magia una explicación razonable a lo que veía reflejado en sus pupilas.
Su estéril ritual se repetía día tras día, sin que nada le impidiera acudir a su cita con su luz. Y así quedaron grabados en sus retinas los colores cambiantes de las estaciones, los aleteos de las aves que coronaban su cielo o las formas caprichosas de sus nubes, hasta que un día gris, las gaviotas y la espuma del mar añoraron su presencia. Muchas lunas pasaron hasta que el musgo y los líquenes que se fueron adueñando del albo de sus piedras, se convirtieron de nuevo en su única compañía.
Más de cincuenta años después, una fría tarde de invierno, se vió a un anciano caminar lentamente hasta ese punto. Se sentó en el mismo lugar y se puso a mirar embelesado al resplandor, a la vez que pensaba para sí, que el tiempo que transcurría entre un destello y otro, corría demasiado rápido.
Como la estrella que hace más de dos mil años guió el devenir de nuestra historia más reciente, esa mundanal luz guiaba de nuevo su camino y le llevaba, sin darse cuenta, de nuevo a su tierra, a su gente, a su infancia. Sentía que las olas volvían a salpicar de ilusión su alma vacía de sueños. El olor a hierba y a sal alimentaban su corazón hambriento de recuerdos. El suave roce de la brisa del mar curtía su rostro de emociones contenidas.
Cuando sus ojos se saciaron de luz, el anciano desanduvo sus pasos hacia las calles del centró del pueblo, engalanadas de recuerdos, y una vez allí, se dejó llevar sin rumbo mientras sus sentidos dibujaban a mano alzada detalles imperceptibles para el resto de los transeúntes.
En sus calles empinadas se respiraba una mezcla de calma y nostalgia que calaban hasta lo más profundo de su resuello. El silencio estridente de la rutina de los soportales se rompía con el calor de voces lejanas que abrigaban al alma del frío de la soledad. Las agujas del reloj de la Torre marcaban el compás del emocionado y tembloroso pulso de un niño al caminar por las calles. Los viejos aromas de los fogones evocaban recuerdos de tiempos pasados, donde las prisas pasaban desapercibidas y el ingrediente principal era el cariño.
Los fríos y oscuros paredones del castillo guardaban en su interior la más inocente magia, la misma magia que hace años encontraba la explicación a sus misterios. Magia, que con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en razón, ese pensamiento lógico y extraño, que a veces ahoga los sentimientos que mantienen viva nuestra alma.
Pero hoy esa magia llevó de nuevo al anciano a ser niño, a cubrirse de luz, a volver a emocionarse, a sentir de nuevo la emoción de las pequeñas cosas tras las que se esconde la verdadera felicidad, a desandar los pasos de su vida y volver a soñar ante la luz del faro.