Madrid es la ciudad de las mil caras, los mil planes, y en muchas ocasiones, la promesa de una vida nueva.
Mis primeras visitas fueron como turista, ansiosa de novedad y de libertad, lejos de la seria ciudad donde vivía. Con el tiempo se convirtió en hogar incómodo y como de paso, el futuro incierto del que llegaba pensando que era una etapa más en el camino.
Todavía recuerdo esos viajes de domingo por la tarde , de vuelta del fin de semana, con el Faro de Moncloa en la distancia a modo de estatua de la libertad castiza, anticipo de la ciudad de las oportunidades, puerta abierta a los más variopintos estilos y maneras.
Nada parece desentonar por sus calles; los colores y acentos se superponen, oleadas de peatones se mezclan con el ruido del tráfico, vendedores ambulantes, músicos callejeros, ofertas de menú diario, anuncios, selfies, estatuas humanas, semáforos de fondo, terrazas y risas.
Cuando has vivido en este vértigo es difícil escapar de él. Pero también de sus gentes, todos siguiendo las reglas del juego: la ciudad tiene sus pausas y sus ritmos y hay que saber navegarla.
Muchos no hemos nacido aquí, pero ya somos parte de este mosaico, y como todo puzzle bien hecho, tenemos ya nuestro sitio en él.