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Lo que cuece Mari y la farsa servida en plato de oro

Capítulo VIII – fragmento - por Antonia Saavedra Díaz

  

Y aconteció que nuestra intrépida cocinera, doña Mari Estrella de las Sartenes Desenvainadas, decidió, en un arrebato de fe más firme que pan del día anterior, que no le importaba lo que se cuchicheaba en pasillos ni lo que se murmuraba entre cazuelas. Que si era demasiado soñadora, que si se le caían las lágrimas en la bechamel, que si hablaba sola como encantadora de legumbres. ¡Pamplinas! Ella ganaría sus medallas, sus títulos y su corona invisible de cheffe imperial, costara lo que costara, aunque para ello tuviera que asar al mismísimo Lucifer en salsa bordelesa.

Tal pensamiento pensaba —valga la redundancia que aquí no sobra— mientras se hallaba en su cubículo culinario del sacrosanto Institut Bleu, preparando con manos trémulas su receta del segundo módulo de alta cocina francesa: “Codorniz asada Vallée d’Auge con manzanas salteadas al Calvados”, un plato tan sofisticado que hasta los gallos del corral se cuadraban al oír su nombre.

Cortaba Mari Estrella las manzanas amarillas como quien esculpe con cariño los recuerdos de su niñez, y el dulzón aroma que brotó de la fruta le recordóle aquel día en que, en el pueblo paterno, cosechó manzanas para elaborar dulce casero, mientras el sol se reía en el cielo y las abejas componían sinfonías.

Mas al mirar de reojo —que es como miran las mujeres sabias—, topó su mirada con la del chef Ambroise que acechaba como halcón desde la retaguardia. ¡Y oh milagro de milagros! El hombre asentía con la cabeza, lo cual, en su jerarquía equivalía a un salto mortal de aprobación.

Este mismo aroma embargole de tal manera, que mientras preparaba el relleno de la codorniz —más relleno de emoción que de vísceras— una lágrima furtiva brotóle del ojo, y sin pedir permiso ni disculpa, fue a parar al interior del ave. Intentó ella disimularlo, pero no lográndolo, dejó escapar algunas otras, cual salmuera de corazón emocionado.

Dos horas sudó la gota gorda, pues cocinar en el Institut Bleu no es oficio para almas flácidas. Y cuando al fin presentó su platillo, el evaluador con cara de esfinge mullida y paladar de inquisidor, procedió a hincar el diente. Tras degustar el manjar, mirole fijo y dijole con voz de oráculo:

—¿Has seguido la receta al pie de la letra?

—Oui, Chef —respondió la dama con firmeza de soldado y temblor de colegiala.

Al término de la clase, acercósele el profesor con ademán cordial y díjole:

—Está muy sabroso, siga como va. Y como me ha sorprendido su elaboración para bien, le voy a contar un secreto de corte de reyes: si bien este plato parece tener ya su corona, le falta el cetro líquido, y es una vieja cidre bouché normanda fermentada naturalmente y embotellada con una segunda fermentación, como el método champenoise.

Y añadió:

—Sepa usted que los franceses no bebemos para emborracharnos, sino para acompañar un pensamiento, como quien añade un acorde a una melodía.

Mari Estrella recobró el gozo y salió del aula como quien pisa nubes de merengue y pensando que, si para los franceses el vino servía para acompañar pensamientos, ella en las noches debería beber al menos una botella entera de Pinot Noir porque el suyo no se calla ni con tapones, ni con mantras, ni aunque le diera un pescozón y lo mandara a dormir sin cena.

Era como si en la cabeza de Mari Estrella hablase Don Miguel de Cervantes Saavedra mismo, con voz de rancio ingenio castellano, dando razón y locura a la vez, como si los pensamientos de nuestra heroína se hubiesen metido en una novela vieja.

Habla Cervantes:

Decir Francia y no mentar sus vinos es como hablar de la luna y olvidarse de la marea, pues no es allí el vino bebida que se engulle,

sino historia que se sorbe,

cuento que baja tibio por la garganta y deja poso de fábula en el ánimo.

Para los hijos de aquella tierra, el vino no es jarro ni jarabe,

sino voz del campo,

narrador de lluvias,

notario del sol,

y relicario del silencio que guarda cada colina.

Y nuestra heroína,

la misma que al principio no sabía si lo que bebía era vino o perfume de uva fina,

empezó a sospechar —y luego a sentir—

que en cada copa se escanciaba algo más que uva:

era tierra hecha relato,

memoria hecha sorbo,

tiempo hecho paciencia.

Así fue como nuestra andante del cuchillo,

esta dama de cucharón y delirio,

empezó a leer etiquetas como quien hojea genealogías,

a mirar el vino como se mira a un viejo sabio que ha aprendido a hablar bajito.

El camino de regreso a casa ese día fue como caminar por el sendero de baldosas amarillas. Mágico. Y en cada baldosa, como si el destino se hubiera puesto a bordar señales con hilo de oro, creía ver una letra, una inicial, una pista: la “J” de Julius, el “W” de su apellido impronunciable y de su silencio sepulcral.

¡Oh, caballero de sus fantasías! ¡Oh, ideal inalcanzable con mirada de horno encendido y voz de batidora lenta! ¿Qué pensaría él, de verla ahora triunfante y llorosa sobre una codorniz, con la chaquetilla manchada de Calvados y gloria?

“Si él supiera —pensaba ella mientras pisaba charcos como quien pisa pétalos— que cada lágrima caída en la receta fue por amor. Y no por el plato… sino por él, por Julius Waisenere, ese caballero sin tacha que no cabalga pero que trota por sus pensamientos.”

Y de esta forma, con el viento parisino peinándole los sueños, llegó a casa como heroína de un día común y sin embargo extraordinario, de esos que se escriben con tinta invisible en la memoria.

Al llegar, la primera oreja que escuchó sus andanzas fue la del leal Enrico, sabueso políglota y terapeuta de urgencias emocionales. Esa noche, la aspirante a cuisinière cayó rendida como patata hervida, y despertó al día siguiente con la fuerza de quien ha soñado con la gloria.

Pidió las llaves de la biblioteca a su tía, mujer más cerrada que almeja asustada, y esta se las dio refunfuñando. Entró Mari Estrella en el santuario de los libros, y allí, entre hileras tan altas como torres de Babel, halló tomos filosóficos capaces de freír la sesera al más sabio. Sócrates y Kant la observaban desde los anaqueles, y nuestra heroína asentía como quien prueba un flan muy bueno y no necesita explicación.

Entonces, en lo más alto de la estantería, halló un tesoro inesperado:

“La receta de Juana de Arco: Compost de la Doncella de Orleans.”

Un potaje medieval con más raíces que un árbol genealógico: perejil, chirivías, rábanos, col y una pera de las que no se dan en cualquier esquina. Una advertencia en letra diminuta lo acompañaba: “La felicidad, como esta receta, no se alcanza sin errar algunas veces en el tiro.”

Mari Estrella, con los ojos abiertos como sartén sin tapa, comprendió todo. Aquella no era una receta más. No era simplemente un compendio de nabos y chirivías, sino un testamento de dicha.

—¡He aquí! —exclamó, levantando en alto una col como si fuese un trofeo o un casco de guerra—. ¡La felicidad está impresa en este compost!

Enrico, que siempre estaba pegado a sus faldas, soltó un bufido entre divertido y profético.

Y así, entre lágrimas, coles y manzanas al Calvados, nuestra dama de la cuchara errante creyó haber encontrado la fórmula de la dicha.

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Publicado en Madrid, España, por 'Asociación Madrid Review'

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